martes, 29 de abril de 2008

Curro en llamas

El terreno costó dos millones de pesetas. Es lo que pagó por una finca grande a las afueras de Madrid hace treinta años. No había apenas nada construido alrededor, pero mi padre lo compró. Se hizo propietario de un terreno en medio de la nada para, poco a poco, ir levantando un chalet con jardín y piscina en el que mis padres, mi hermana y yo vivimos muchos años. Mis padres aún siguen viviendo ahí, y con sus hijos independizados, es realmente una casa muy grande para ellos, pero es su casa, construida con el sudor de su frente, y nunca mejor dicho. Tengo vagos recuerdos de los inicios, pero conservo en la memoria una casa a medio construir perpetuo. El esqueleto de pisos en vertical y nada más, un mundo por hacer... Y mi padre se empeñó en hacer él solo ese mundo. Instalación eléctrica, fontanería, muebles de madera, pladur, moquetas, puertas, ventanas, dobles ventanas, aparcamiento, hormigón, mucho hormigón, camiones de tierra para nivelar el terreno carretilla a carretilla, un depósito de agua externo, sistemas de riego, canalización externa del agua de lluvia, foso para reparar coches, bodega, barbacoa... y un sistema de caldera que sólo sabe utilizar una persona en el mundo... mi padre, el mismo que con sus manos ha ido construyendo durante años esa gran casa, ese hogar que Curro quiso echar a perder en una sola tarde.
Al principio era una casa en eterna construcción a la que íbamos sólo los fines de semana. Pero cuando el ambicioso proyecto de mi padre ya tomaba forma, era más que habitable y ya había finalizado lo más duro, llegó Curro.
Ocurrió un sábado. El único día en años en el que mi padre no estaba trabajando cual obrero loco, uno de los pocos días que su ausencia permitía no escuchar su frase favorita..."mejor hacerlo uno solo que llamar a chapuzas. Ya no quedan profesionales en este país" -claro, y por eso te construyes un chalet tú sólo, pensaba yo-. Ese día tuvo que irse de viaje por trabajo. Había ido al norte, no recuerdo donde, pero, como no, volvería de noche a casa, a pesar de la paliza que suponía, para madrugar y ponerse manos a la obra en su faraónico proyecto ya encaminado.
Esa tarde yo estaba merendando y, aburrido, fui con mi bocata a la sala de estar a ver un rato la tele, una tele muy antigua, SABA era la marca, de las que sólo tenían ocho canales de botones ruidosos. La encendí mientras comía mi bocadillo, y me puse a verla sin demasiado interés a apenas medio metro de distancia, para evitar hacer mucho esfuerzo si tuviera que cambiar de canal. Entonces apareció él. Curro entró en nuestras vidas. Me puse a ver un concurso, creo que de Telemadrid en sus inicios, presentado por un tal Curro, un tipo raro, bastante característico, que leía las preguntas con bastante ánimo forzado, como si desde la dirección del programa le hubieran dicho que diera más ritmo, que fuera más animado. Pues bien, supongo que Curro se hartó de hacer el papel forzado de simpaticote, y no pudo más. No tenía ilusión y explotó. Fue en ese instante cuando el viejo televisor se unió a Curro. A su manera también explotó. Plashhh! Un sonido hueco fue el preludio de lo que iba a llegar. La imagen desapareció del televisor durante cinco segundos, el mismo tiempo que tardó una pequeña llama en salir por la parte superior de la tele. Mi bocata y yo no dábamos crédito. Quedé paralizado un rato observando la llama, como si de unos anuncios interactivos se trataran, hasta que reaccioné. Con pasmosa tranquilidad salí al jardín donde mi madre leía un libro. Aún no sé porqué, pero en el momento antes de decirlo se instaló en mi boca una absurda media sonrisa que quitó credibildad al asunto. "Mamá, la tele está ardiendo". Mi madre rió un segundo y luego preguntó si era cierto. "Si, mira ven" respondí. Entramos de nuevo al antiguo cuarto de estar, y digo antiguo porque ya no era el cuarto de estar de hace dos minutos. En ese mínimo espacio de tiempo las llamas se habían propagado de forma espídica. La cortina ardía, la ventana se había rajado del calor, y la mesa de madera era el siguiente objetivo. Fue entonces cuando mi madre corrió hacia Curro, se adentró entre las llamaradas y desenchufó el televisor. Yo le gritaba que saliera, y así lo hizo de inmediato. Qué mezcla de locura, riesgo, lucidez y valentía demostró, ¡igualita que mi bocata en mano y yo!. Gritó a mi hermana, que estaba en el piso de arriba, pidiéndole que bajara un extintor. Mi hermana no tardó en bajarlo, pero algo falló. Trataron de ponerlo en funcionamiento tirando del pomo hacia arriba, pero fue imposible. Yo también lo intenté sin éxito (horas más tarde descubrimos que sólo había que darle un fuerte golpe hacia abajo). Estábamos perdidos. Entonces recordé que el parque de bomberos se encontraba a apenas 500 metros de nuestra casa, y sin mediar palabra eché a correr. Conocía un atajo, pero era arriesgado. Un pequeño callejón comunicaba casi directamente con la finca de los bomberos, pero había un problema, un perro. Un fiero dogo que no dejaba acercarse a su territorio, antes daba la vida, y andaba suelto. He de reconocer que más suelto... del estómago andaba yo pensando en su mordisco y preferí dar toda la vuelta antes que quedar atrapado en su mandíbula mientras mi casa ardía. Corrí rápido, muy rápido. Recuerdo que en la carrera unos chicos se quedaron mirando mi cara de pánico. No sé, no tiene ninguna relevancia, pero lo recuerdo. Llegué a la zona de 'recepción bomberil' y comenté lo sucedido. Creo que en un principio no me creyeron hasta que señalé la dirección de mi casa con el dedo y observamos un gigantesco bloque de humo negro que emanaba de la chimenea de mi casa. Tardaron bastante en ponerse en funcionamiento, para que negarlo, pero al fin activaron su campana de emergencias, me subieron al enorme coche de bomberos y nos pusimos rumbo al infierno. En la curva de izquierdas anterior a mi calle tuvimos un incidente. Una mujer en bicicleta casi se empotra contra nosotros, bajaba sin control en una BH antigua y su falta de pericia sobre las dos ruedas casi le costó un disgusto. Pero el camión dio un giro brusco y la evitó. Al volver la vista hacia ella reconocí a mi madre. ¡Ay mi madre!.
El camión aparcó y los bomberos comenzaron a hacer su trabajo. Apagaron el fuego en unos quince minutos, pero me impresionó la fuerza del fuego. En ese pequeño espacio de tiempo casi había acabado con todo. Tres pisos negros, completamente negros. Comidos por el humo. Y encharcados por los bomberos. Pasada una hora los bomberos se fueron.
Allí quedamos los tres junto a un proyecto de hogar que volvía a quedar sólo en proyecto. Curro nos había quemado la casa, y a mi padre sus ilusiones. Y aún no sabía nada.
Cuando llegó, y con los ánimos más calmados, le recibimos con una sonrisa en la puerta.
En dos minutos mi padre echó más humo del que había echado la casa durante toda la tarde. Se lamentó de no haber podido estar en ese momento. Él y todos sabíamos que de haber sido así hubiera apagado el fuego en décimas de segundo, pero ya no importaba.
A la mañana siguiente, muy temprano, mi padre volvió a empezar de cero.
Yo, medio despierto, medio dormido, sonreí al escuchar su voz:
"mejor hacerlo uno solo, aunque sea con los dientes. Ya no quedan profesionales en este país".

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