martes, 23 de marzo de 2010

Hermanos de sangre

Una voz desesperada me suplicaba al otro lado del teléfono que acudiera a la esquina de Oxford con Sant Patricks. Era mi primer mes allí, y no conocía a nadie más, sólo a él, sólo a mi hermano. Me vestí lo más rápido que pude, cogí las llaves de la casa que compartíamos y salí corriendo calle abajo. No podía dejar de pensar en qué tipo de lío se habría metido esta vez, pero parecía gordo, muy gordo. Mi hermano es un personaje peculiar. Diría que es un personaje deleznable si no fuera mi hermano, pero prefiero suavizarlo por aquello de la sangre de tu sangre.
Cuando me quise dar cuenta, me había pasado dos calles. Corrí de nuevo dirección oeste y alcancé el cruce donde había quedado con él. Sudando, jadeante, miraba a los lados en busca de su delgada figura, pero no estaba por ningún lado. Traté de llamarle pero el teléfono estaba sin cobertura. No estaba apagado, nunca lo apaga. Sus tristes negocios nocturnos se lo impiden.
Esperé dos minutos más y entonces miré hacia mi derecha. Una sospechosa puerta roja con un timbre de mano antiguo llamó mi atención. No sé porqué, pero supe que él estaba ahí metido. Llamé dos veces y esperé respuesta. Una voz ronca contestó en un inglés deplorable. ¿Quién llama? Soy Bryan, contesté sin titubear. Diez segundos más tarde la puerta se abrió. Un tipo grande, muy grande me cogió de la pechera y me metió en ese extraño portal que sólo tenía escaleras descendentes. Bajamos dos pisos y cruzamos dos puertas que aquel gigantón fue cerrando con llave a mi paso. No sentía miedo. No tenía porqué sentirlo. No había hecho nada que pudiera molestar a nadie. Sólo quería ver a mi hermano y llevarlo a casa. Me lo imaginé drogado en alguna esquina sin apenas poder abrir los ojos. No era la primera vez que había visto esa escena. Pero en esta ocasión la imagen fue otra. Mi hermano estaba desnudo en una esquina de la sala, lleno de magulladuras y golpes. Seis hombres con cazadoras de cuero negro custodiaban ese lúgubre salón. Era evidente que le habían golpegado sin piedad. Eran rusos. Uno de ellos me explicó que les debía una suma importante de dinero y que les había tratado de engañar con una mercancía. O algo así quise entender. Le miré y descubrí en aquel ruso una mirada que nunca antes había visto. Era una mezcla de orgullo y compasión. Me explicó que mi hermano había evitado por todos los medios llamarme, hacerme ir a ese lugar, pero los golpes y el cansancio pudieron más.
Pronto comprendí lo que querían esos hombres, esos 'caballeros' rusos que por alguna extraña razón no podía dejar de imaginarles asesinando a alguien. Estaba convencido que lo habrían hecho muchas veces. Aún así, por algún motivo desconocido, yo permanecía tranquilo. Mi hermano evitó mirarme a los ojos en todo momento. Estaba asustado, muerto de dolor y de miedo, y me había llevado a mí, a lo único que le quedaba en este mundo, al centro de sus problemas con él. Nunca se lo perdonaría. Yo tampoco. Dimitri, el interlocutor, me comentó que llegados a ese punto habían pensado para mí tres opciones, de las que tendría que decantarme por una.
La primera consistía en irme de allí y dejar a esa gente al 'cuidado' de mi hermano.
La segunda me obligaba a comprometerme a conseguir más de ochenta mil euros en dos horas.
La tercera era simplemente participar con ellos en un juego que no concretó.
No me quedaba opción. No me quedaba familia.
Me quité la chaqueta y me senté en la mesa. Uno de los rusos levantó una servilleta dejando al descubierto un revólver de ruleta. En ese momento comprendí en qué consistiría el juego. Miré a Dimitri y asentí. Seguía tranquilo. Pedí un cigarrillo.
Una bala. Tres participantes. Mi hermano, su socio, (un francés del que había oído hablar y que acababa de ver por primera vez semisentado en esa silla) y yo. Los rusos sabían que la deuda contraída con mi hermano no la recuperarían nunca, y matarle ahí mismo a él y a su socio no les causaría ningún placer. Optaron por jugar. Optaron por ver cómo jugábamos nosotros a la ruleta rusa. Optaron por ver a mi hermano sufrir al verme ahí, exponiendo mi vida sin necesidad. No lo dudé. Cogí el revólver y disparé apuntando a mi sien. Creo que cerré los ojos, no lo recuerdo bien, pero oí un 'click'. Una bofetada de Dimitri espabiló un poco a Dumas, el socio heroinómano de mi querido hermano. Tardó casi un minuto en apretar el gatillo. No tenía fuerzas ni siquiera para eso. De nuevo sonó un 'click'. Era el turno de mi hermano. El miedo me vino de golpe. No quise mirarle. Sé que él me miraba mientras apretaba ese maldito gatillo. Sé que me clavaba sus intensos ojos azules, pero no pude mirar.
Tuvo suerte. El revólver volvió a mi sitio. La seguridad con la que comencé a jugar había quedado atrás. Me había dado tiempo a pensar demasiado. Dudé. Miré el revólver y temblé. Pero lo hice de nuevo. Nunca me había acercado tanto a la muerte, y jamás hubiera imaginado morir así, pero sabía que era el final. Coloqué el cañón entre mis dos cejas. Prefería que el disparo fuera directo, que bajo ningún concepto me diera tiempo a agonizar en ese salón de muerte. Miré a Dimitri. Sonreía junto al grupo de rusos . Uno de ellos me dijo que me iba a hacer famoso mientras grababa con una minicámara de vídeo su ocurrente juego. Mi mano sudaba como nunca antes lo había hecho. Me costó apretar el gatillo, pero lo hice. Cuando volví en mí, aún no sabía si estaba muerto. Tenía el revólver en mi mano. Miré alrededor y todo parecía moverse a cámara lenta. Me había desmayado un instante. Uno de los rusos reía a carcajadas mientras pasaba el revólver a Dumas. Estaba a salvo. Quedaban dos disparos y una bala. Entonces tuve esa sensación. Entonces deseé con todas mis fuerzas que una persona muriera. Deseé la muerte a Dumas como nunca antes lo había hecho. Me convertí en un asesino. No conocía a ese hombre moribundo, pero quise que muriera. Miré fijamente sus movimientos. Con odio. No quería que ese revólver llegara a las manos de mi hermano de nuevo. No le quería ver morir ante mis ojos. Dumas volvió a titubear. Parecía no enterarse de nada atendiendo a su extraña sonrisa. Parecía no saber lo que pasaba, pero su gesto cambió. Pude observar en él la muerte. Supo momentos antes de apretar el gatillo que le había llegado la hora. Mi mirada seguía fija en él. No la quité ni un segundo. Ni siquiera la aparté para comprobar cómo la bala se alojaba en su cabeza. Cayó fulminado al suelo, tal y como yo lo había deseado. Mi hermano me miró. Lloraba. Yo le devolví la mirada y le sonreí. No sé porqué pero le sonreí. Sentí alivio al ver morir a Dumas.

No cruzamos ni una palabra de vuelta a casa. Recogí mis cosas y me marché. Jamás lo volví a ver. Mi hermano salvó su vida, pero para mí, ya había muerto.

jueves, 11 de marzo de 2010

La suerte

Gonzalo Higuaín recibe un balón en profundidad. El portero del Olympique de Lyon sale tarde. El argentino lo regatea, lo deja tumbado esperando el gol, mira una décima de segundo a una enorme portería vacía, dispara... y es ahí cuando me viene a la cabeza esa escena de Match Point de Woody Allen.





El balón se dirige hacia la portería y toca el palo. Mi mundo se congela un instante, hace una pausa y vuelve con la suerte ya decidida...
Perdimos.