lunes, 13 de diciembre de 2010

Realmente es lo último que se pierde

Fotografía, titular e idea: Nacho Carretero.

A partir de ahí ya viene lo gordo que es lo que viene siendo la dura tarea de descargar el archivo adjunto al mail, luego abrir el blog, tras lo que viene adjuntar la foto a la nueva entrada del blog, que no es fácil, tarda un rato en cargar, y la redacción y confección del titular que ya me venía dado y todo lo que viene siendo pues el complicado trabajo de un sinfín de laboriosas acciones más: Alfonso López.

sábado, 11 de diciembre de 2010

lunes, 29 de noviembre de 2010

Libros de primera necesidad



-¿Pero qué haces? ¡Que son las tres de la mañana!
-Nada, que no me puedo dormir. Bajo un segundo a la librería 24 horas. ¿Te subo algo?

lunes, 25 de octubre de 2010

Spain is different

España es diferente. No hablo de una visión desde el exterior como comunmente se relaciona a esta frase. Es diferente desde dentro. Mi realidad siempre ha sido la misma, una ciudad en la que nací y he vivido, capital de un país. Todo lo demás no es negociable. Es así como se asimila una realidad desde un solo punto de vista. Los conflictos territoriales siempre los he sentido así. Así me han enseñado a hacerlo al fin y al cabo, no es del todo mi culpa. Todo lo que no sea pensar de esta forma es dañino, forma parte de un pensamiento erróneo. Pero la cabeza a veces te da otra razón.
Quizá el conflicto territorial más mediático es el vasco. En muchas comunidades también existe un sentimiento parecido, o puede que mayor en algunos casos, al fin y al cabo es algo muy personal que cada uno lo vive de una manera, pero voy a hablar en concreto, y a la vez de forma muy general, del vasco.
Sólo he estado dos veces en el País Vasco. Una en Bilbao, en una competición de traineras patrocinada por mi empresa, y otra en Vitoria, el pasado fin de semana. Supongo que el conflicto es tan extraño, que la sola idea de visitar esas tierras ya me condiciona. Lo hago de una forma extraña. Me explico:
Cuando piso Euskadi, una extraña sensación recorre mi cuerpo. He hablado mucho sobre el conflicto desde 'la verdad absoluta' que me da mi trono madrileño, muchísimo, pero me he acercado poco, muy poco en todos los sentidos a la realidad. Es como hablar con total seguridad de una película de la que sólo has visto los primeros quince minutos. Ridículo.
Vitoria parece una ciudad tranquila. Es la más conservadora de las tres capitales de provincia. El PP y el PSOE, que ahora gobierna, se disputan habitualmente la alcaldía. Aún siendo así, se puede intuir un poco el conflicto al que hago referencia.
Hice el viaje invitado por unos amigos de mi novia. Su amiga es de Madrid, y se ha ido a vivir allí para estar con su novio, un policía municipal vitoriano. Las pocas horas de estancia nos cundieron mucho. Visitamos la ciudad, el pueblo de Oñate, la zona de montaña de Aranzazu, comimos en un caserío típico, cogimos el tranvía, fuimos de pintxos, salimos de copas por el centro... Mucho en poco.
Al hacer el recorrido por el centro, uno adivina que la gente de la ciudad se da cuenta en seguida de que no eres de allí. De ahí la extraña sensación de la que antes hablaba. No estoy del todo cómodo sabiendo que el mero hecho de ser de Madrid pueda molestar a alguien. Mido mis palabras más de lo normal, utilizo Euskadi en vez de País Vasco, Donosti en vez de San Sebastián para suavizar un poco las miradas que a veces se clavan. No es un prejuicio al viento, ya que he tenido algún que otro problema sólo por eso. Es así de ridículo pero ocurre. En una ocasión, incluso, después de compartir risas y abrazos alguien me preguntó. Por cierto, ¿de dónde eres? De Madrid, contesté. Su reacción fue clara, se dio media vuelta con cara de asco y se fue. Pero bueno, no es representativo. Ocurre mucho en Madrid también. Es la universalización de un conflicto en forma de prejuicio. Quizá sea por la extraña sensación esa. Ninguna de las dos partes tiene mucho interés en acercarse a la otra. Está así montado y punto, no quiero saber tus razones. Siempre que he conseguido conocer a alguien y dejar de lado los prejuicios por ambas partes, la cosa ha funcionado y muy bien. De esos momentos me quedo con la gran sencillez, amabilidad y nobleza innata que tiene el vasco. Cuando dejas de lado o respetas lo que te 'separa', sale a relucir lo bueno.
Pasamos un poco de largo del casco viejo vitoriano. Alguna herriko-taberna, fotos de etarras, o carteles en contra de la Y vasca, el tren de alta velocidad en construcción que unirá Bilbao, Vitoria y San Sebastián, reinaban en algunas fachadas. La amiga de mi novia nos contó que es una zona por la que no pasan mucho debido a la condición de policía de su novio. Así de crudo, así de triste.
La visita también nos llevó a Oñate, u Oñati, una localidad pequeña a unos veinte minutos de allí. Al pasar por Mondragón, uno de los pueblos donde habitualmente ha gobernado el entorno de ETA, no pude reprimir una gracia. "Mira, mira, aún mantienen en los balcones algunas banderas de España por el mundial..." Sólo se rió el vitoriano. Una risa pícara, como el que se ríe de un asunto que habitualmente no tiene gracia. En Oñate también hay fotos de etarras adornando las paredes del pueblo, pintadas de ánimo a ETA... y un cuartel de la guardia civil con una bandera española, esta vez sí de verdad, colgando de una de las ventanas. Es un recinto cerrado, vallado, y con multitud de cámaras de seguridad. Pensé en lo triste del asunto. La vida de esos guardias civiles seguramente se limite a ese recinto. A ese recinto y a los paseos en el todoterreno.
Al estar allí ajeno al conflicto, sólo de paso, tampoco pude reprimir dar rienda suelta a la imaginación. Imaginé que había nacido allí, que esa de la esquina había sido mi escuela, que aquel de coleta y pendientes era uno de mis mejores amigos, que el dueño de ese restaurante era tío mío... Total, que sin dudarlo me vi haciendo pintadas a favor de ETA en las paredes, insultando a rabiar a esos guardias civiles por estar en mi territorio sin permiso y mirando con recelo a los madrileños. Y así es, así hubiera sido. La misma verdad desde la que hablo en Madrid hubiera sido válida viviendo allí, y con una postura totalmente contraria.
Ese ejercicio algo tonto sirve para darse cuenta de que no todo es blanco o negro, que las circunstancias marcan tu destino. Echando un vistazo a la prensa, ves que el Madrid reina en los deportivos, que sucesos de Madrid tienen relevancia nacional... y que nadie habla de mi nuevo pueblo imaginario. Quizá por eso esos periódicos sigan en el kiosko sin vender, y otros más cercanos ya no están.
En fin, que en sólo un día y medio he podido comprender alguna de las razones que hacen tan diferentes a unas regiones de otras.
Pero lo que podría quedarse en una falta de entendimiento sin más, con más o menos relativa sencillez, se complica cuando aparece la muerte. Todo argumento, toda realidad, toda opinión o certeza se desmorona cuando se acude a la violencia. Es así, y por eso quizá Euskadi siga siendo tan lejano muchas veces, tan incomprensible. Es una minoría, pero mata las esperanzas del resto.

Yo ya estoy de regreso en Madrid. Vuelta a mi realidad. Hoy, en Euskadi, seguirán viviendo la suya, la que también fue mía durante algunos minutos.

miércoles, 6 de octubre de 2010

jueves, 23 de septiembre de 2010

De justicia y libertad

Aquella mañana los bombardeos estaban resultando más intensos que en los días previos. Los nacionales estaban decididos a tomar el cerro en el que resistíamos desde hacía ya un mes y medio. Ahí es donde conocí a Miguel. Más de un mes compartiendo trinchera me hizo conocer a un hombre fascinante. En las situaciones extremas es cuando se aprecia la miseria y la bondad humana, y Miguel, sin duda, era la mejor persona que jamás había conocido. De él me impresionaron muchas cosas, pero especialmente su manera de afrontar la muerte. Sin miedo, siempre con una sonrisa, siempre de frente.
Aquella tarde Miguel tenía una extraña expresión en la cara. Le pregunté si se encontraba bien y no contestó, sólo asintió levemente con la cabeza, pero intuí que algo ocurría. Las tropas italianas estaban cada vez más cerca, y nuestro capitán dio la orden de retirada. Fue entonces cuando Miguel me miró, se quitó su cadena del cuello y me la ofreció. Llevaba escrito en ella una frase, ‘La justicia te hará libre’. La cogí y le miré, pero ya no estaba en su posición. Salió corriendo con su fusil hacia delante, no quiso seguir a los demás, no quiso acatar la orden de retirada. Yo me quedé mudo y completamente paralizado. Sólo pude estirar el cuello para verle ahí, en medio del campo de batalla disparando su fusil y lanzando granadas. El combate ahora no podía ser más desigual. Centenares de italianos contra Miguel. Tres minutos después, un eterno silencio fue sólo roto por el sonido de los carros de combate enemigos. No podía creerlo, pero estaban retirándose. Miguel, todo corazón y coraje había conseguido, no sólo salvarnos la vida a todo el batallón, sino además repeler el ataque enemigo hasta el punto de que se replegara a la posición que ocupaban una semana antes. Lo había logrado. El capitán, atónito en la retaguardia, mandó a los nuestros recuperar la posición que había ordenado abandonar unos minutos antes. Sólo ahí tuve el valor de reaccionar. Salí del agujero y salté las piedras que me cubrían. Iba contento, casi riendo, al encuentro de nuestro héroe. No podía creerlo. Jamás había visto, ni siquiera escuchado, una historia de valor igual. Al llegar a Miguel me tiré al suelo junto a él. Sonreía. Estaba muerto.
Su pérdida me cambió por completo. El miedo que había vivido días atrás desapareció. Volví a la trinchera con lágrimas en los ojos y caminar sereno. Oía voces al fondo, pero no quería escuchar. Los chicos me instaban a que corriera a refugiarme, pero ya todo me daba igual. Cogí la pala, y volví con Miguel. Quería darle el último adiós, el adiós que merecía. Me negaba a dejarle así. Durante varios minutos cavé un hoyo de un metro de profundidad en la dura tierra extremeña. Entonces, la lluvia se puso a llorar. El enemigo controlaba mi posición, en ese instante era un blanco muy fácil, pero no disparó. Quizá de esa forma rendía su pequeño homenaje a un hombre con un valor desmedido. Cuando terminé de enterrar a Miguel paró de llover. Coloqué una flor encima del montículo de tierra donde ya descansaba mi amigo y me coloqué en el cuello su collar.
El combate se tornó durísimo la mañana siguiente. La motivación extra que Miguel nos proporcionó nos sirvió para aguantar en esa posición dos días más, pero al tercero la situación se volvió insostenible. La retirada estaba de nuevo en el ambiente. Las tropas enemigas volvían a estar a escasos metros, y los obuses no daban ni un respiro.
Entonces, justo cuando el capitán volvía a pronunciar esas palabras, tomé el espíritu de Miguel prestado y salí corriendo, como él hizo tres días antes, para tratar de emular su heroica acción. Llegué hasta él y me tumbé a su lado. Miguel y yo contra todos ellos. Esta vez sí estaba junto a él, no le dejaría solo. Pero esta vez no pudo ser. De repente, estallaron una innumerable cantidad de obuses en la posición donde se encontraban mis compañeros, ya en retirada. Creo que no quedó ni uno vivo. Y yo, junto a la tumba de Miguel, rendido, pero sereno, esperando mi final. Entonces lo vi llegar. Mi trágico final no se hizo esperar. Un obús caía sin remedio junto a mi costado derecho, a la izquierda de Miguel. Cerré los ojos y pensé en mi hija. No me dolió. No sentí nada. Creía estar vivo aún, y al abrir los ojos me di cuenta de que en efecto ahí seguía en medio de ese campo de muerte. El obús había penetrado en la tierra pero no había estallado. Lo miré y lo saqué como pude. El proyectil estaba completamente destrozado. Al abrirlo, encontré algo sorprendente. En la espoleta había un papel. Lo cogí y leí el mensaje en alto. “Hermanos, no temáis. Los obuses que yo cargo no explotan”
La huida no fue fácil. Permanecí oculto durante dos días en el bosque y al final pude encontrar refugio en casa de un tío segundo que vivía a dos kilómetros de allí. Estaba en zona enemiga. Así pasaron dos semanas más, pero no podía aguantar más tiempo ahí escondido y tomé la decisión de cambiar de bando. Alegué que había escapado de zona republicana, donde dije haber permanecido a la fuerza, y comencé a luchar junto a los que hasta hacía pocos días eran mis enemigos. Durante varios meses me estuve ganando la confianza de mis nuevos superiores, pero sin haber disparado apenas ni un tiro, en mi primer combate serio resulté herido. Perdí tres dedos de mi mano derecha, y cuando me recuperé, me destinaron a un trabajo lejos del campo de batalla. Debía controlar los accesos a la fábrica de armamento de Almadén, y así lo hice.
De ese sencillo trabajo sólo recuerdo una tarde fría de invierno en la que la calma se rompió de repente. Un soldado sacó a gritos a un chaval de la fábrica. Era un montador. No tendría más de veinte años. Le empujaba con el fusil mientras le insultaba. Al pasar por mi lado, en la puerta de acceso, pregunté al soldado qué pasaba.
-Este traidor nos está saboteando.
El soldado que lo agarraba furioso me mostró un papel arrugado que había encontrado en el pantalón del joven, cuyo futuro inmediato era irremediablemente la muerte.
Me quedé atónito cuando leí el mensaje. Era exactamente el mismo que encontré en aquel obús que no llegó nunca a explotar. Ese chico no lo sabía pero me había salvado la vida meses atrás.
-Oye. Hazme un favor. De este cabrón me encargo yo, le dije con voz firme al soldado.
-Imposible, ese no es el procedimiento.
-Dame ese gustazo, joder. Este cabrón y los suyos me han dejado sin tres dedos para el resto de mis días, déjamelo. Cubre mi posición, será un segundo.
-No tardes que se me cae el pelo.

Guié al chaval entre empujones a la zona más oculta del bosque. Me miró a los ojos, le miré y sonreí. Entonces disparé tres veces. Tres disparos certeros al suelo. El joven no podía dejar de temblar. Le coloqué la cadena de Miguel en el cuello mientras le daba las gracias al oído.
Cuando desapareció por completo, me giré y volví a mi posición donde me sustituía eventualmente aquel nervioso soldado.
-Has tardado mucho, joder. Bueno, ¿te has quedado ya a gusto? Me preguntó con media sonrisa.
-Sin duda. ¿Sabes? La justicia nos hace libres, contesté.

martes, 18 de mayo de 2010

... Y enterrar el tabaco

Me ha dicho mi forense que me tengo que cuidar más.

martes, 27 de abril de 2010

Gobierno y oposición, 'de la mano'


La sesión plenaria transcurrió con total normalidad

APROBADA EN EL CONGRESO LA NUEVA LEY DE CONFRATERNIZACIÓN

La nueva Ley de Confraternización se votó ayer en el Congreso como una muestra más de la normalidad democrática vigente. La única anécdota de la sesión tuvo lugar cuando uno de los diputados apretó uno de los botones informatizados antes de tiempo, lo que provocó pequeñas risas en los miembros de la oposición. Por lo demás, sin problemas.

Momento de la votación de la nueva Ley de Confraternización.

martes, 6 de abril de 2010

Sospechas

Mucho se ha contado sobre la guerra sucia del Gobierno de Felipe contra ETA, pero nadie sabe dónde empezó a gestarse todo. Llevo tiempo investigando sobre el tema y creo que casi lo tengo. Pura intuición, supongo, pero todas las pistas me llevan a este edificio abandonado muy parecido al de la TIA de Mortadelo y Filemón. Necesito pruebas, pero algo me dice que es éste.









martes, 23 de marzo de 2010

Hermanos de sangre

Una voz desesperada me suplicaba al otro lado del teléfono que acudiera a la esquina de Oxford con Sant Patricks. Era mi primer mes allí, y no conocía a nadie más, sólo a él, sólo a mi hermano. Me vestí lo más rápido que pude, cogí las llaves de la casa que compartíamos y salí corriendo calle abajo. No podía dejar de pensar en qué tipo de lío se habría metido esta vez, pero parecía gordo, muy gordo. Mi hermano es un personaje peculiar. Diría que es un personaje deleznable si no fuera mi hermano, pero prefiero suavizarlo por aquello de la sangre de tu sangre.
Cuando me quise dar cuenta, me había pasado dos calles. Corrí de nuevo dirección oeste y alcancé el cruce donde había quedado con él. Sudando, jadeante, miraba a los lados en busca de su delgada figura, pero no estaba por ningún lado. Traté de llamarle pero el teléfono estaba sin cobertura. No estaba apagado, nunca lo apaga. Sus tristes negocios nocturnos se lo impiden.
Esperé dos minutos más y entonces miré hacia mi derecha. Una sospechosa puerta roja con un timbre de mano antiguo llamó mi atención. No sé porqué, pero supe que él estaba ahí metido. Llamé dos veces y esperé respuesta. Una voz ronca contestó en un inglés deplorable. ¿Quién llama? Soy Bryan, contesté sin titubear. Diez segundos más tarde la puerta se abrió. Un tipo grande, muy grande me cogió de la pechera y me metió en ese extraño portal que sólo tenía escaleras descendentes. Bajamos dos pisos y cruzamos dos puertas que aquel gigantón fue cerrando con llave a mi paso. No sentía miedo. No tenía porqué sentirlo. No había hecho nada que pudiera molestar a nadie. Sólo quería ver a mi hermano y llevarlo a casa. Me lo imaginé drogado en alguna esquina sin apenas poder abrir los ojos. No era la primera vez que había visto esa escena. Pero en esta ocasión la imagen fue otra. Mi hermano estaba desnudo en una esquina de la sala, lleno de magulladuras y golpes. Seis hombres con cazadoras de cuero negro custodiaban ese lúgubre salón. Era evidente que le habían golpegado sin piedad. Eran rusos. Uno de ellos me explicó que les debía una suma importante de dinero y que les había tratado de engañar con una mercancía. O algo así quise entender. Le miré y descubrí en aquel ruso una mirada que nunca antes había visto. Era una mezcla de orgullo y compasión. Me explicó que mi hermano había evitado por todos los medios llamarme, hacerme ir a ese lugar, pero los golpes y el cansancio pudieron más.
Pronto comprendí lo que querían esos hombres, esos 'caballeros' rusos que por alguna extraña razón no podía dejar de imaginarles asesinando a alguien. Estaba convencido que lo habrían hecho muchas veces. Aún así, por algún motivo desconocido, yo permanecía tranquilo. Mi hermano evitó mirarme a los ojos en todo momento. Estaba asustado, muerto de dolor y de miedo, y me había llevado a mí, a lo único que le quedaba en este mundo, al centro de sus problemas con él. Nunca se lo perdonaría. Yo tampoco. Dimitri, el interlocutor, me comentó que llegados a ese punto habían pensado para mí tres opciones, de las que tendría que decantarme por una.
La primera consistía en irme de allí y dejar a esa gente al 'cuidado' de mi hermano.
La segunda me obligaba a comprometerme a conseguir más de ochenta mil euros en dos horas.
La tercera era simplemente participar con ellos en un juego que no concretó.
No me quedaba opción. No me quedaba familia.
Me quité la chaqueta y me senté en la mesa. Uno de los rusos levantó una servilleta dejando al descubierto un revólver de ruleta. En ese momento comprendí en qué consistiría el juego. Miré a Dimitri y asentí. Seguía tranquilo. Pedí un cigarrillo.
Una bala. Tres participantes. Mi hermano, su socio, (un francés del que había oído hablar y que acababa de ver por primera vez semisentado en esa silla) y yo. Los rusos sabían que la deuda contraída con mi hermano no la recuperarían nunca, y matarle ahí mismo a él y a su socio no les causaría ningún placer. Optaron por jugar. Optaron por ver cómo jugábamos nosotros a la ruleta rusa. Optaron por ver a mi hermano sufrir al verme ahí, exponiendo mi vida sin necesidad. No lo dudé. Cogí el revólver y disparé apuntando a mi sien. Creo que cerré los ojos, no lo recuerdo bien, pero oí un 'click'. Una bofetada de Dimitri espabiló un poco a Dumas, el socio heroinómano de mi querido hermano. Tardó casi un minuto en apretar el gatillo. No tenía fuerzas ni siquiera para eso. De nuevo sonó un 'click'. Era el turno de mi hermano. El miedo me vino de golpe. No quise mirarle. Sé que él me miraba mientras apretaba ese maldito gatillo. Sé que me clavaba sus intensos ojos azules, pero no pude mirar.
Tuvo suerte. El revólver volvió a mi sitio. La seguridad con la que comencé a jugar había quedado atrás. Me había dado tiempo a pensar demasiado. Dudé. Miré el revólver y temblé. Pero lo hice de nuevo. Nunca me había acercado tanto a la muerte, y jamás hubiera imaginado morir así, pero sabía que era el final. Coloqué el cañón entre mis dos cejas. Prefería que el disparo fuera directo, que bajo ningún concepto me diera tiempo a agonizar en ese salón de muerte. Miré a Dimitri. Sonreía junto al grupo de rusos . Uno de ellos me dijo que me iba a hacer famoso mientras grababa con una minicámara de vídeo su ocurrente juego. Mi mano sudaba como nunca antes lo había hecho. Me costó apretar el gatillo, pero lo hice. Cuando volví en mí, aún no sabía si estaba muerto. Tenía el revólver en mi mano. Miré alrededor y todo parecía moverse a cámara lenta. Me había desmayado un instante. Uno de los rusos reía a carcajadas mientras pasaba el revólver a Dumas. Estaba a salvo. Quedaban dos disparos y una bala. Entonces tuve esa sensación. Entonces deseé con todas mis fuerzas que una persona muriera. Deseé la muerte a Dumas como nunca antes lo había hecho. Me convertí en un asesino. No conocía a ese hombre moribundo, pero quise que muriera. Miré fijamente sus movimientos. Con odio. No quería que ese revólver llegara a las manos de mi hermano de nuevo. No le quería ver morir ante mis ojos. Dumas volvió a titubear. Parecía no enterarse de nada atendiendo a su extraña sonrisa. Parecía no saber lo que pasaba, pero su gesto cambió. Pude observar en él la muerte. Supo momentos antes de apretar el gatillo que le había llegado la hora. Mi mirada seguía fija en él. No la quité ni un segundo. Ni siquiera la aparté para comprobar cómo la bala se alojaba en su cabeza. Cayó fulminado al suelo, tal y como yo lo había deseado. Mi hermano me miró. Lloraba. Yo le devolví la mirada y le sonreí. No sé porqué pero le sonreí. Sentí alivio al ver morir a Dumas.

No cruzamos ni una palabra de vuelta a casa. Recogí mis cosas y me marché. Jamás lo volví a ver. Mi hermano salvó su vida, pero para mí, ya había muerto.

jueves, 11 de marzo de 2010

La suerte

Gonzalo Higuaín recibe un balón en profundidad. El portero del Olympique de Lyon sale tarde. El argentino lo regatea, lo deja tumbado esperando el gol, mira una décima de segundo a una enorme portería vacía, dispara... y es ahí cuando me viene a la cabeza esa escena de Match Point de Woody Allen.





El balón se dirige hacia la portería y toca el palo. Mi mundo se congela un instante, hace una pausa y vuelve con la suerte ya decidida...
Perdimos.