domingo, 10 de marzo de 2013

miércoles, 25 de julio de 2012

El padre de Antonio


Un árbol. Sin más. Un pequeño árbol que ha tardado treinta años en crecer así de poco.
Lo plantó en 1982 el padre de Antonio, vecino de Fuenlabrada.
Lo plantó sin más. El padre de Antonio fue lógicamente padre, también plantó un árbol pero nunca escribió un libro. Pero no importa. Plantó un árbol.
Los vecinos del bloque de viviendas donde el padre de Antonio plantó este árbol no parecían muy dispuestos a darle más oportunidades. Había crecido poco en tantos años, pero lo suficiente como para incomodar la vista de los vecinos del primero y del segundo. No lo querían y ya estaba decidido. Iban a talarlo.

En ese mismo momento, en el noveno piso del edificio, Marvis, un niño nigeriano que no había cumplido los tres años, jugaba en la terraza de su casa. En un descuido, se coló por un hueco traicionero.
Marvis caía sin remedio desde el noveno hasta el suelo. La vida del pequeño Marvis iba a ser efímera, pero aún quedaba una esperanza: el padre de Antonio.

Marvis cayó en pocos segundos y fue a parar a la copa del pequeño árbol, que hizo lo que pudo para amortiguar la caída del otro pequeño.
Y lo que consiguió fue salvar la vida de un Marvis que lloraba en el césped por los pequeños rasguños que sufrió.

El padre de Antonio, ya fallecido, había salvado una vida. Y quién sabe, quizá Marvis algún día escriba esta historia en un libro, el libro que nunca escribió el padre de Antonio. Pero no importa.


martes, 7 de junio de 2011

Pole position

El despertador suena a las ocho y cuarto de la mañana. Me desperezo en ese hotel de cinco estrellas contemplando Barcelona desde la excelente cristalera que reina en la habitación. Las vistas, increíbles. Tras decidir si darme una ducha o un baño, me despido de la habitación para subir a la planta 25. Es una planta exclusiva para algunos clientes del hotel algo más exclusivos que otros. Todo pagado. Desayuno y bajo a recepción. Un autobús me espera abajo. Los asientos, de cuero. Comodísimo. Media hora más tarde llegamos al Circuito de Montmeló. El acceso VIP nos conduce en pocos minutos al palco reservado para la ocasión. Más comida, bebida gratis, pantallas de televisión y una terraza por si además se te ocurre ver las carreras en directo. Por si fuera poco, acceso gratuito a una zona del circuito también con barra libre, pases VIP para acceder al paddock, y un largo etcétera.




Mientras, al fondo del fondo, observo el desfile de gente que acude con su bocadillo, su bandera y su cara de haber madrugado mucho más que yo para llegar hasta allí desde distintos puntos de España. En mi banda, chicas y más chicas vestidas para ser una atracción más de esa feria, Paris Hilton dando vueltas, desfile de famosos, más bebida gratis, más comida gratis, caras de póker, miradas altivas que tratan de adivinar qué tipo de empresa dirijo... En la otra banda, el resto del mundo, los que sufren en todos los sentidos con aquel extraño deporte.



Cuando estoy ahí, sin haber gastado un euro, pienso en lo confuso que es acudir a este tipo de eventos que parecen más preparados para los que tienen dinero que para los que realmente quieren disfrutar del deporte en directo. En ese momento me viene a la cabeza la Caja Mágica, ese escenario deportivo de Madrid construído hace no mucho tiempo y en el que entre otras competiciones se disputa el Open de Tenis. Nunca he estado allí, pero no me hace falta. Cuando Nadal juega, observo por televisión las caras de Fonsi Nieto, Cristiano Ronaldo, Paulina Rubio, Jaime de Marichalar... Y las observo porque es imposible no hacerlo. Ese complejo deportivo que dicen que es un prodigio de arquitectura está montado por y para el disfrute de los que más tienen. Toda la grada inferior que rodea la pista, y cuando digo toda, es toda, está compuesta de pequeños palcos privados. Después, ya arriba, el resto del mundo, los que de verdad pagan, sin pases gratis, para disfrutar del tenis. Es evidente que el que más paga, mejor lo ve, lo que me parece raro es que alguien decida concebir, no una parte, sino todo un monumental estadio para llenarlo de minipalcos. Me imagino al diseñador pensando durante días y días en esa gigante zona VIP y metiendo a última hora, en el último instante gradas por arriba para el resto del mundo, como quien se acuerda de meter 'in extremis' un par de extintores de más. No me gusta.



Y mientras pienso todo eso, pido otra cerveza y alargo la mano para coger más jamón.


El mismo autobús de lujo me acerca al aeropuerto una vez finalizada la carrera. Una carrera que, pese a estar allí mismo, termino de ver en la televisión para poder enterarme de qué está pasando.


Ya de vuelta en Madrid, dejo mi maleta en casa y abro la nevera. Tres salchichas y un limón abierto. Con lo que yo he sido...