martes, 7 de junio de 2011

Pole position

El despertador suena a las ocho y cuarto de la mañana. Me desperezo en ese hotel de cinco estrellas contemplando Barcelona desde la excelente cristalera que reina en la habitación. Las vistas, increíbles. Tras decidir si darme una ducha o un baño, me despido de la habitación para subir a la planta 25. Es una planta exclusiva para algunos clientes del hotel algo más exclusivos que otros. Todo pagado. Desayuno y bajo a recepción. Un autobús me espera abajo. Los asientos, de cuero. Comodísimo. Media hora más tarde llegamos al Circuito de Montmeló. El acceso VIP nos conduce en pocos minutos al palco reservado para la ocasión. Más comida, bebida gratis, pantallas de televisión y una terraza por si además se te ocurre ver las carreras en directo. Por si fuera poco, acceso gratuito a una zona del circuito también con barra libre, pases VIP para acceder al paddock, y un largo etcétera.




Mientras, al fondo del fondo, observo el desfile de gente que acude con su bocadillo, su bandera y su cara de haber madrugado mucho más que yo para llegar hasta allí desde distintos puntos de España. En mi banda, chicas y más chicas vestidas para ser una atracción más de esa feria, Paris Hilton dando vueltas, desfile de famosos, más bebida gratis, más comida gratis, caras de póker, miradas altivas que tratan de adivinar qué tipo de empresa dirijo... En la otra banda, el resto del mundo, los que sufren en todos los sentidos con aquel extraño deporte.



Cuando estoy ahí, sin haber gastado un euro, pienso en lo confuso que es acudir a este tipo de eventos que parecen más preparados para los que tienen dinero que para los que realmente quieren disfrutar del deporte en directo. En ese momento me viene a la cabeza la Caja Mágica, ese escenario deportivo de Madrid construído hace no mucho tiempo y en el que entre otras competiciones se disputa el Open de Tenis. Nunca he estado allí, pero no me hace falta. Cuando Nadal juega, observo por televisión las caras de Fonsi Nieto, Cristiano Ronaldo, Paulina Rubio, Jaime de Marichalar... Y las observo porque es imposible no hacerlo. Ese complejo deportivo que dicen que es un prodigio de arquitectura está montado por y para el disfrute de los que más tienen. Toda la grada inferior que rodea la pista, y cuando digo toda, es toda, está compuesta de pequeños palcos privados. Después, ya arriba, el resto del mundo, los que de verdad pagan, sin pases gratis, para disfrutar del tenis. Es evidente que el que más paga, mejor lo ve, lo que me parece raro es que alguien decida concebir, no una parte, sino todo un monumental estadio para llenarlo de minipalcos. Me imagino al diseñador pensando durante días y días en esa gigante zona VIP y metiendo a última hora, en el último instante gradas por arriba para el resto del mundo, como quien se acuerda de meter 'in extremis' un par de extintores de más. No me gusta.



Y mientras pienso todo eso, pido otra cerveza y alargo la mano para coger más jamón.


El mismo autobús de lujo me acerca al aeropuerto una vez finalizada la carrera. Una carrera que, pese a estar allí mismo, termino de ver en la televisión para poder enterarme de qué está pasando.


Ya de vuelta en Madrid, dejo mi maleta en casa y abro la nevera. Tres salchichas y un limón abierto. Con lo que yo he sido...

martes, 15 de febrero de 2011

Mi cuenta atrás

En verano nos dijimos adiós con la promesa de volver a encontrarnos en diciembre. Fue una historia de amor fugaz pero intensa que nos dejó a los dos con ganas de volver a vernos. O por lo menos a mi.
Según lo acordado ella vino a visitarme en diciembre, pero los compromisos propios de la navidad truncaron ese ansiado reencuentro que tuvo que posponerse a febrero.
Han sido unos meses muy duros. La distancia nos ha separado contra mi voluntad sin ni siquiera permitirnos un mínimo contacto que calmara la ansiedad por no tenerla junto a mi. Y en la dura espera, sólo la imaginación servía para mantener vivo ese amor que se fue, como se van los amores de verano. Imaginar que nos volveríamos a encontrar hacía menos dolorosa la espera. Hacer planes imaginarios, soñar con el momento de su llegada un día tras otro, una hora tras otra, un minuto tras otro calmaba un poco el ansia de tan doloroso trance. Una cuenta atrás que parecía que nunca terminaría...
Pero por fin llegó ese momento.
La espera mereció la pena porque puntual a su cita, ella llegó. Y lo hizo un día después del día de los enamorados. Ese 15 de febrero que no olvidaré en varios meses.
Me desperté algo nervioso, he de confesarlo, y acudí veloz hasta el ordenador. Miré la hora de su llegada. Todo en orden.
Me di una ducha rápida y me puse mis mejores galas. Nervioso, titubeante y algo excitado acudí a su encuentro en esa mañana lluviosa de febrero.
Y allí estaba ella, esperando mi llegada y radiante tal y como la dejé meses atrás.
¡Por fin!, exclamé.
¡Por fin!
Mientras la abrazaba con fuerza, junto al cajero, le susurré:
¡Te quiero, paga extra, te quiero!

Gracias por su visita, Sr. López.

martes, 25 de enero de 2011

Una cita subrayada en rojo

Siempre hace lo mismo. Es su forma de filtrar lo que le interesa y lo que no. Suena su teléfono y nadie contesta hasta que salta el contestador. Una vez que dejas el mensaje, si le interesa, lo coge.
Y por fin le interesé.
-¿Le viene bien mañana a la una? Me preguntó con su voz pausada.
-Por supuesto, contesté mientras pensaba en lo mal que me venía una cita con tan poco tiempo para prepararme.
Ahí me presenté puntual como un clavo, raro en mí. Le dije al portero dónde iba, me miró con algo de indiferencia y avisó por el telefonillo.
-Doña Carmen. ¿Esperan visita? Bien, sube ya.
Cuando abrí la puerta del ascensor ella ya me esperaba con la puerta entreabierta. La saludé.
-Acompáñeme, está en su despacho, me dijo.
Doña Carmen me guió a través del pasillo, un pasillo larguísimo de la típica casa antigua de Madrid, lleno de estanterías, llenas de libros a su vez. Al final de ese pasillo, un gran retrato de él anunciaba el fin del trayecto.
Sin apenas tiempo de quitar la vista del retrato, el despacho se abrió paso en mi campo de visión. Sentía curiosidad, en cierto modo no podía creer que me iba a recibir así, como si tal cosa en el despacho de su casa, pero ahí estaba, sentado, mirándome a través de sus gafas graduadas y cómo no, con un cigarro encendido.
Avancé unos metros hacia él y estreché la mano a la historia de nuestro país, le daba mi mano a Santiago Carrillo.
Así contado, con este misterio, puede parecer que siento una gran admiración hacia la figura política de Carrillo, pero lo cierto es que ni mucho menos van por ahí los tiros (aunque suene desafortunada la expresión). Simplemente es admiración hacia el hecho de poder compartir casi una hora junto a un hombre de 96 años que más que un anciano es un pedazo de historia viva. La historia del Siglo XX contada en primera persona. ¡Qué lujo!
Poder preguntar mis curiosidades a un hombre que ha vivido la Primera Guerra Mundial (aunque fuera un bebé por entonces), la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial, el exilio, la transición, y que ha estado en primera línea política durante tantos años compartiendo relación con Stalin, la Pasionaria o Adolfo Suárez entre muchos otros, me parece apasionante.
Admito que la entrevista no me ha servido para ofrecer grandes titulares, pero personalmente siento que he cumplido una pequeña meta personal. Supongo que el cigarro que compartí con él me ha bastado. ¡He fumado un cigarro hablando sobre España con Santiago Carrillo! Quizá eso, ese momento, sea lo más parecido a la satisfacción profesional que hasta hoy he vivido.

Santiago Carrillo publica estos días un libro titulado 'La difícil reconciliación de los españoles'. Al respecto de este asunto, aún pude reconocer cierto poso de rencor en sus palabras, pude sorprenderme cuando me confesó que no había sentido admiración por ningún político de todos los que ha conocido, pude sonreír cuando me dijo que su momento más feliz fue cuando volvió a Madrid de incógnito, con su famosa peluca y pudo volver a escuchar su idioma por cada rincón y ver la luz de Madrid, "la más extraordinaria de todas". Pude ver su gesto de extrañeza y alegría al decirle que mi abuela sigue viva con la misma edad que él, pude hablarle sobre mis investigaciones, pude sentir orgullo al ver que reconocía que lo que había encontrado en los archivos era algo interesante y real, pude sentir su malestar con el asunto de Paracuellos, observar la enorme fotografía del intento de golpe de estado del 23-F que preside su despacho... y mientras apuntaba en mi libreta, fascinado por estar ahí, mi bolígrafo rojo dejó de escribir. Qué cosas oye, el rojo se apagó de repente... ahí, frente a Carrillo.