jueves, 23 de septiembre de 2010

De justicia y libertad

Aquella mañana los bombardeos estaban resultando más intensos que en los días previos. Los nacionales estaban decididos a tomar el cerro en el que resistíamos desde hacía ya un mes y medio. Ahí es donde conocí a Miguel. Más de un mes compartiendo trinchera me hizo conocer a un hombre fascinante. En las situaciones extremas es cuando se aprecia la miseria y la bondad humana, y Miguel, sin duda, era la mejor persona que jamás había conocido. De él me impresionaron muchas cosas, pero especialmente su manera de afrontar la muerte. Sin miedo, siempre con una sonrisa, siempre de frente.
Aquella tarde Miguel tenía una extraña expresión en la cara. Le pregunté si se encontraba bien y no contestó, sólo asintió levemente con la cabeza, pero intuí que algo ocurría. Las tropas italianas estaban cada vez más cerca, y nuestro capitán dio la orden de retirada. Fue entonces cuando Miguel me miró, se quitó su cadena del cuello y me la ofreció. Llevaba escrito en ella una frase, ‘La justicia te hará libre’. La cogí y le miré, pero ya no estaba en su posición. Salió corriendo con su fusil hacia delante, no quiso seguir a los demás, no quiso acatar la orden de retirada. Yo me quedé mudo y completamente paralizado. Sólo pude estirar el cuello para verle ahí, en medio del campo de batalla disparando su fusil y lanzando granadas. El combate ahora no podía ser más desigual. Centenares de italianos contra Miguel. Tres minutos después, un eterno silencio fue sólo roto por el sonido de los carros de combate enemigos. No podía creerlo, pero estaban retirándose. Miguel, todo corazón y coraje había conseguido, no sólo salvarnos la vida a todo el batallón, sino además repeler el ataque enemigo hasta el punto de que se replegara a la posición que ocupaban una semana antes. Lo había logrado. El capitán, atónito en la retaguardia, mandó a los nuestros recuperar la posición que había ordenado abandonar unos minutos antes. Sólo ahí tuve el valor de reaccionar. Salí del agujero y salté las piedras que me cubrían. Iba contento, casi riendo, al encuentro de nuestro héroe. No podía creerlo. Jamás había visto, ni siquiera escuchado, una historia de valor igual. Al llegar a Miguel me tiré al suelo junto a él. Sonreía. Estaba muerto.
Su pérdida me cambió por completo. El miedo que había vivido días atrás desapareció. Volví a la trinchera con lágrimas en los ojos y caminar sereno. Oía voces al fondo, pero no quería escuchar. Los chicos me instaban a que corriera a refugiarme, pero ya todo me daba igual. Cogí la pala, y volví con Miguel. Quería darle el último adiós, el adiós que merecía. Me negaba a dejarle así. Durante varios minutos cavé un hoyo de un metro de profundidad en la dura tierra extremeña. Entonces, la lluvia se puso a llorar. El enemigo controlaba mi posición, en ese instante era un blanco muy fácil, pero no disparó. Quizá de esa forma rendía su pequeño homenaje a un hombre con un valor desmedido. Cuando terminé de enterrar a Miguel paró de llover. Coloqué una flor encima del montículo de tierra donde ya descansaba mi amigo y me coloqué en el cuello su collar.
El combate se tornó durísimo la mañana siguiente. La motivación extra que Miguel nos proporcionó nos sirvió para aguantar en esa posición dos días más, pero al tercero la situación se volvió insostenible. La retirada estaba de nuevo en el ambiente. Las tropas enemigas volvían a estar a escasos metros, y los obuses no daban ni un respiro.
Entonces, justo cuando el capitán volvía a pronunciar esas palabras, tomé el espíritu de Miguel prestado y salí corriendo, como él hizo tres días antes, para tratar de emular su heroica acción. Llegué hasta él y me tumbé a su lado. Miguel y yo contra todos ellos. Esta vez sí estaba junto a él, no le dejaría solo. Pero esta vez no pudo ser. De repente, estallaron una innumerable cantidad de obuses en la posición donde se encontraban mis compañeros, ya en retirada. Creo que no quedó ni uno vivo. Y yo, junto a la tumba de Miguel, rendido, pero sereno, esperando mi final. Entonces lo vi llegar. Mi trágico final no se hizo esperar. Un obús caía sin remedio junto a mi costado derecho, a la izquierda de Miguel. Cerré los ojos y pensé en mi hija. No me dolió. No sentí nada. Creía estar vivo aún, y al abrir los ojos me di cuenta de que en efecto ahí seguía en medio de ese campo de muerte. El obús había penetrado en la tierra pero no había estallado. Lo miré y lo saqué como pude. El proyectil estaba completamente destrozado. Al abrirlo, encontré algo sorprendente. En la espoleta había un papel. Lo cogí y leí el mensaje en alto. “Hermanos, no temáis. Los obuses que yo cargo no explotan”
La huida no fue fácil. Permanecí oculto durante dos días en el bosque y al final pude encontrar refugio en casa de un tío segundo que vivía a dos kilómetros de allí. Estaba en zona enemiga. Así pasaron dos semanas más, pero no podía aguantar más tiempo ahí escondido y tomé la decisión de cambiar de bando. Alegué que había escapado de zona republicana, donde dije haber permanecido a la fuerza, y comencé a luchar junto a los que hasta hacía pocos días eran mis enemigos. Durante varios meses me estuve ganando la confianza de mis nuevos superiores, pero sin haber disparado apenas ni un tiro, en mi primer combate serio resulté herido. Perdí tres dedos de mi mano derecha, y cuando me recuperé, me destinaron a un trabajo lejos del campo de batalla. Debía controlar los accesos a la fábrica de armamento de Almadén, y así lo hice.
De ese sencillo trabajo sólo recuerdo una tarde fría de invierno en la que la calma se rompió de repente. Un soldado sacó a gritos a un chaval de la fábrica. Era un montador. No tendría más de veinte años. Le empujaba con el fusil mientras le insultaba. Al pasar por mi lado, en la puerta de acceso, pregunté al soldado qué pasaba.
-Este traidor nos está saboteando.
El soldado que lo agarraba furioso me mostró un papel arrugado que había encontrado en el pantalón del joven, cuyo futuro inmediato era irremediablemente la muerte.
Me quedé atónito cuando leí el mensaje. Era exactamente el mismo que encontré en aquel obús que no llegó nunca a explotar. Ese chico no lo sabía pero me había salvado la vida meses atrás.
-Oye. Hazme un favor. De este cabrón me encargo yo, le dije con voz firme al soldado.
-Imposible, ese no es el procedimiento.
-Dame ese gustazo, joder. Este cabrón y los suyos me han dejado sin tres dedos para el resto de mis días, déjamelo. Cubre mi posición, será un segundo.
-No tardes que se me cae el pelo.

Guié al chaval entre empujones a la zona más oculta del bosque. Me miró a los ojos, le miré y sonreí. Entonces disparé tres veces. Tres disparos certeros al suelo. El joven no podía dejar de temblar. Le coloqué la cadena de Miguel en el cuello mientras le daba las gracias al oído.
Cuando desapareció por completo, me giré y volví a mi posición donde me sustituía eventualmente aquel nervioso soldado.
-Has tardado mucho, joder. Bueno, ¿te has quedado ya a gusto? Me preguntó con media sonrisa.
-Sin duda. ¿Sabes? La justicia nos hace libres, contesté.